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CUBA, 1898
Escribir un libro sobre la guerra de Cuba no fue tarea fácil, dado el enorme prestigio que rodea a quien comandó la escuadra naval enviada a defender las islas de Cuba y Puerto Rico. Tampoco lo fue separar el dato del relato, a pesar de haberme aproximado a tan espinoso tema condicionado por el relato que en España ha hecho carrera en torno a esta guerra, una conspiración del alto gobierno para entregar las islas; unos barcos de guerra en todo inferiores a los norteamericanos; un almirante que enviaron a una muerte segura; una tremenda escasez de carbón adecuado para los buques y, como no podía faltar, el desembarco de un numeroso ejército enemigo que arrolló las débiles fuerzas españolas que defendían a Cuba. El lector se sorprenderá al comprobar que nada de lo anteriores estrictamente cierto, porque el dato, en el caso de este libro, destruyó la fábula y el relato tejidos en torno a este infortunado conflicto. La verdad de lo que sucedió surge —más allá de las fabulaciones que todo país necesita para reconciliarse consigo mismo— abriendo las puertas de una incontrastable realidad: la ceguera de los hombres de Estado y la supina incompetencia de quienes ostentaron el más alto mando naval y militar, teniendo todo a su alcance, o bien para no haber perdido esta guerra, o bien para haber dejado tan maltrecho al enemigo, como para haberlo forzado a desistir de continuarla. Pesa sobre el honor de España el artificio empleado para capitular en el mismo campo de batalla, tras la insólita fuga y desastre naval que sobrevino. En suma, que, siendo España en el corto plazo militarmente superior en casi todo a los Estados Unidos, no había razón para perder la guerra que en Santiago de Cuba dio al traste con lo que le quedaba de provincias ultramarinas; porque esta guerra pudo ganarse con los mismos barcos, los mismos cañones y los mismos valientes y heroicos marinos y soldados, pero con diferentes políticos y hombres que los mandaran.