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DILIGENCIA A MADRID
Hasta la tardía y gradual introducción del ferrocarril, que en España se produjo a partir de 1848, y duró hasta bien entrada la década de 1860, el principal método para recorrer cualquier distancia eran las diligencias. Se trataba de gigantescos transportes tirados por entre seis y doce mulas. Los coches a menudo llevaban más de 18 pasajeros, además de un conductor, o Mayoral, un joven ayudante, el Zagal, y un postillón o Delantero que montaba la primera mula y era conocido como el “condenado a muerte”, ya que su trabajo requería permanecer en la silla casi continuamente durante dos días y medio, el tiempo que se tardaba en viajar desde la ciudad fronteriza francesa de Bayona hasta Madrid. Los pasajeros se hacinaban en varios compartimentos del coche, la Berlina, el Interior, la Rotonda, así como en los asientos más baratos del “Imperial”, al lado, y a veces detrás, del Mayoral. Junto a este “amo y señor” había una percha para el Zagal, aunque el muchacho pasaba gran parte del tiempo corriendo junto a la diligencia, apremiando a las mulas (a cada una de las cuales se dirigía por su nombre) mediante un látigo, lanzando piedras a los animales recalcitrantes y soltando un flujo constante de maldiciones y palabrotas, La experiencia de galopar a una velocidad vertiginosa por las carreteras, llenas de baches y polvo, de parar en posadas que a menudo carecían de todas las comodidades, de verse obligados a comer alimentos que apestaban a aceite rancio y ajo, o a no comer en absoluto, constituyeron experiencias inolvidables para los sufridos extranjeros que consideraban sus viajes como verdaderos calvarios. Diligencia a Madrid recoge los más expresivos de los relatos de esos viajeros, la mayoría de los cuales nunca han sido traducidos al castellano.