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ENTORNO ECONOMICO Y ORGANIZACIONAL PARA INGENIEROS
El ocaso del dinero politizado Juan Ramón Rallo El dinero es, o debería ser, un puente para conectar el presente con el futuro sin sobresaltos. Cuando los agentes económicos mantienen dinero en cartera, en lugar de invertirlo en otro tipo de activos con mayor rentabilidad (pero también con mayor riesgo), es porque aspiran a transferir esa parte de su patrimonio hacia el futuro a un valor estable. Atesorar dinero es rechazar la volatilidad: es tratar de mantener tus op-ciones abiertas ante un futuro incierto y cambiante y que, precisamente, se vuelve menos incierto y cam¬biante porque hemos almacenado una determinada suma de dinero que nos permite reconfigurar nuestros planes de acción con rapidez y sin coste. En un mundo sin incertidumbre y sin cambios, con quietud y perfecta previsibilidad, los agentes no necesi¬tarían de dinero: bastaría con una unidad de cuenta abstracta en la que socialmente pudieran expresar el valor de las distintas mercancías intercambiadas y posteriormente liquidar la diferencia entre esos valores mediante algún activo financiero libre de riesgo (recordemos que nos vemos en un entorno de perfecta previsibilidad) cuyo vencimiento estuviera exactamente sincronizado con el consumo futuro de cada uno de esos agentes económicos. Si necesitamos dinero es esencialmente para hacer frente a las procelosas aguas de un mercado alborotado y en permanente mutación. Pero para que el dinero pueda cumplir con las funciones que los agentes económicos le demandan al dine¬ro es necesario que se trate de un dinero de alta calidad: un bien económico capaz de preservar estable su propio valor en medio de ese entorno calidoscópico. Hasta los albores del siglo XX, la humanidad recurrió a los metales preciosos como expresión de esa inmutabilidad tanto material como económica: una onza de oro no sólo es un bien totalmente homogéneo frente a cualquier otra onza de oro; no solo es comple¬mente divisible sin que las fracciones de la onza vean modificada su naturaleza; no solo es altamente dúctil y maleable como para crear piezas estandarizadas que minimicen los costes de transacción; sino que además la oferta de oro no es susceptible de ser modificada políticamente, puesto que, fracasadas las ensoñaciones alquimistas, la cantidad de oro disponible en nuestro planeta está dada por la natura¬leza. Esas excelentes propiedades físicas para actuar como moneda, combinadas con la despolitización en su oferta, llevaron al oro a ser globalmente demandado como dinero: es decir, no solo como medio de intercambio o unidad de cuenta, sino también como reserva de valor a largo plazo frente a cualquier veleidad inflacionista. El siglo XX fue, sin embargo, la centuria del dinero politizado. Las prisas por conseguir un crecimiento ace¬lerado del Estado aprovechando las muy distintas coyunturas críticas –tanto el Warfare State de la Primera y de la Segunda Guerra Mundial como el Welfare State posterior a la Segunda Guerra Mundial– hicieron ne¬cesario recurrir a la inflación como forma de financiar los excesos presupuestarios en el muy corto plazo: los gobiernos, incapaces de imponer repentinamente el nivel de presión tributaria tan elevado que habría requerido la elefantiasis estatal, optaron por ese impuesto insidioso y oculto que supone envilecer el valor de la moneda. Y para poder financiar sus desembolsos a través de la inflación tuvieron que sacrificar el oro y reemplazarlo por las actuales monedas fiat. El dinero que actualmente prepondera en todos los países del planeta no es más que un pasivo del Estado que este manipula a discreción para alcanzar en cada momento los objetivos sociales que superimpongan los políticos: financiar un aumento de gasto público, “estimular” la economía, fomentar la competitividad de las industrias exportadoras, diluir el valor real de las deudas, aumentar el valor de los activos reales, rebajar los tipos de interés, etc. Del dinero despolitizado (el oro) hemos pasado al dinero hiperpolitizado (la moneda fiat); de la economía libre, a la economía intervenida desde sus arterias monetarias. Pero, como debería resultar evidente, los ciudadanos no se mantienen impávidos frente a esa manipula¬ción política del dinero que supuestamente deberían utilizar. Si los políticos abusan tanto de la moneda fiat como para volverla un mal dinero –es decir, si deterioran inflacionistamente tanto su valor como para volverlo una mala reserva de valor–, entonces los agentes económicos buscarán otros dineros alternativos con los que proteger sus patrimonios. ¿Y cuáles son esos dineros alternativos? Pues basta con observar cómo se organizan los ciudadanos en aquellas jurisdicciones en las que la moneda oficial del Estado ha muerto como dinero: por ejemplo, en la muy hiperinflacionista Venezuela. Que el bolívar –en sus distintas versiones y denominaciones– haya dejado de ser empleado a todos los efectos como dinero no significa que los venezolanos hayan dejado de necesitar de algún otro tipo de dine¬ro no solo para efectuar intercambios, sino también para transferir sus menguantes ahorros al futuro de un modo en que no puedan ser parasitados por las autoridades estatales. Esos dineros alternativos los han encontrado en moneda extranjera relativamente menos mala que la nacional (el dólar, el peso colombiano o los reales brasileños), en activos reales tangibles (como el oro, en el Estado Bolívar que acoge el arco minero del Orinoco) o incluso en activos reales virtuales (como Bitcoin). Por mucho que los distintos Estados aspiren a ello, estos no son capaces de suprimir la competencia monetaria que otros activos, tradicionales o emergentes, plantean contra sus monedas fiat. Es esa com¬petencia monetaria la que pone coto a sus inclinaciones más irresponsables en la administración del dinero estatal: precisamente porque no somos totalmente rehenes del dinero decretado como oficial por las autoridades políticas, esas autoridades políticas no son omnipotentes a la hora de manipularnos a su antojo. Disponen de cierto margen para hacerlo, sí, pero ese margen no es ilimitado. Cuanto mayores y más visibles sean sus excesos, mayor será la reacción ciudadana para protegerse frente a ellos. De ahí que una adecuada comprensión de los fenómenos económicos, contables y financieros resulte esencial para no dejarse engañar por aquellos que se lucran de nuestra credulidad económica, contable y financiera. Si el valor de un dinero depende de la confianza que exhibamos hacia su emisor, debería resul¬tarnos exigible que esa confianza se fundamente en la realidad y no en la fantasía: pues en caso contrario seremos víctimas de nuestras propias ilusiones. Decía John Maynard Keynes que solo una persona entre un millón sería capaz de detectar el insidioso robo inflacionista que se produce al devaluar la moneda: en realidad, con un buen manual de economía, finanzas y contabilidad como lo es este, cualquier estudiante puede terminar entendiéndolo y defendiéndose frente a él.