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LA CASA AMARILLA
En estas hojas observarán versos austeros que muestran una sinestesia de emociones: el aroma del silencio, el sabor de la pena, el color de las historias que guardan los amores… Estas líneas son surcos que pintan la distancia del milagro, ese que se escurre entre las manos del tiempo, como lo hace la brisa, como el agua. No son notas autobiográficas, aunque no es difícil comprender que se trata de cosas irremediables. Se trata de una poesía que pasea por los parques, por las calles, en el café de la tarde; entre la gente… Bitácora curiosa que escucha, lee, imagina y escribe lo que los rostros dicen, gestos que se añaden a la ruta del viajero: el diálogo del abuelo con su nieto, el recreo verde en el colegio, la niña recién nacida que llegará con la mejor melodía bajo el brazo… Flota la palabra sin hacer ruido, tropieza con una casa, la amarilla, que se inspira en Últimos días de una casa, de la dulce Loynaz. La mujer huida es un recuerdo de la Bonet cuando suspira por ese mar que teme que se vuelva en nada. El último abrazo, ese que le da Silvio a su amigo Aute en Noche sin fin y mar, es también la sonrisa tierna y fraternal que le regala un chimpancé antes de fallecer a su amigo zoólogo que lo cuidó durante años. Desgranando despedidas, despierto a Thoreau, a Salinger, verdaderos maestros de la fuga, esa que se escoge conscientemente para descubrir rutas desconocidas… Algo de trayecto torcido hay en este recorrido, algo de exilio y congoja desgastada, casida lorquiana, gacela en naufragio como aquel de las luciérnagas, con la esperanza de que no nos dejen huérfanos de sueños. Porque en el cruce de caminos, siempre oportunos, es donde nacen las lenguas, se sientan las palabras en las orillas y recorren las veredas junto al aire, con la intención de renovar la vida a cada paso, como las gotas tímidas que ruedan en el bosque.