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LA MUSA Y EL ARPON
El poeta agota sus días contemplando el color del aire y esperando a las musas. Pero ellas, orgullosas como son, apenas si lo recuerdan muy de cuando en cuando y aun así le llevan la cuenta de sus migajas. Entonces, ¿qué hacer? Deponer la pluma, tomar el arpón y salir en su cacería. Y así, domesticarla. La musa y el arpón toma esta consigna como credo. Lejos está de ese susurro introspectivo que agita las hojas en las estanterías de poesía; lejos, también, de esa contención ceremoniosa que marca el compás contemporáneo. Aquí, exceso, juego, verborrea, variedad; la ocurrencia lanzada al aire en provocación; la apuesta contra el murmullo y la rebusca de nuevos temas en los muladares del mundo actual. De este modo, la inspiración queda ceñida y constreñida por el poeta, quien le impone las mil máscaras de su capricho.