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NADAR
Kat ha viajado con su hija adolescente a Lutrá, en Grecia, donde deberá tomar una decisión. Lutrá –«baños» en griego– es el pueblo de su padre, que acaba de morir. Las piscinas naturales que se forman bajo seis pequeñas cascadas trazan el perímetro de la localidad. Se dice que sus aguas tienen propiedades curativas, y Kat se sumerge en ellas con la esperanza de que también tengan efectos beneficiosos sobre su atribulado corazón. A su regreso habrá de saber qué hacer con su matrimonio, que contrajo siendo muy joven y se ha ido deteriorando: ya no es cosa de dos. Con el fin de llegar a una resolución, sigue el hilo de su existencia mientras nada treinta y nueve largos, uno por cada año de su vida. Necesita un procedimiento racional, científico: si puede discernir el momento en que se acabó su matrimonio, alguna escena, un punto definido del fin, sabrá qué determinación tomar. Conforme avanza por unas aguas viscosas que le oponen tanta resistencia como el recorrido por sus desordenadas emociones, el texto acaba por fundirse con el ritmo de su respiración: las ideas se amontonan, se interrumpen, brotan como fogonazos, sensuales y corpóreas, estimulantes. Brazada tras brazada, la narradora va construyendo su discurso amoroso, compuesto de un léxico propio –si acaso el rasgo más caracterizador de cualquier vínculo afectivo– que desmenuza y examina hasta la obsesión. Sus pensamientos rondan también los vaivenes del deseo, la culpabilidad, las renuncias que impone la maternidad temprana o el juego de percepciones equívocas que termina estableciéndose en cualquier relación de largo recorrido. La tensión de la escritura, la sutileza de sus reflexiones y su belleza esencial hacen de esta breve novela una lectura hipnótica y liberadora.