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PSICOLOGIA DE LA MALDAD
Este libro reúne un conjunto de trabajos que se articulan en torno a dos ejes fundamentales: la presentación y discusión de las aportaciones ya realizadas por destacados autores en el pasado, como Bandura (1999), Baumeister (1997), Darley (1992), Staub (1989) y Zimbardo (2004), entre otros muchos, sobre la psicología de la maldad o cuestiones afines, y la introducción de nuevas perspectivas y puntos de vista que, hasta el momento, se habían pasado por alto, pero cuya incor-poración se ha considerado ineludible. La densidad y profundidad de los capítulos exigen una lec-tura detenida y hacen que un resumen detallado sea poco recomendable, ya que excedería los límites de este Prefacio sin poder llegar a realizar una aportación significativa. En lugar de ello, se intentará resaltar algunas ideas importantes que vertebran todos o la mayor parte de los capítulos 1. EPISODIOS El capítulo introductorio aborda de forma directa la definición de la maldad y arranca con la his-toria de Caín y Abel, cuyo poder evocador descansa sobre la fuerza con que transmite, por medio de unos sencillos trazos, las líneas maestras de este concepto. Ilustrar la cuestión del mal, u otras muy relacionadas con ella, con la ayuda de episodios con-cretos, ha sido una práctica habitual de muchos autores. En su trabajo sobre masacres y matanzas (y las formas de evitarlas y prevenirlas), Summy (2013) recoge el episodio de la isla de Melos, en el que, los atenienses, tras invadir la isla, se dirigieron a los melios en los términos siguientes: «... vosotros habéis aprendido, igual que lo sabemos nosotros, que en las cuestiones humanas las ra-zones de derecho intervienen cuando se parte de una igualdad de fuerzas, mientras que, en caso contrario, los más fuertes determinan lo posible y los débiles lo aceptan». Tras lo cual, procedieron a pasar por la espada a todos los varones y convirtieron en esclavos a mujeres y niños (véase Summy, 2013, p. 39). Hace hincapié Summy en la forma en que Tucídides relata el episodio, como si se tratara de algo normal, de lo que nadie debería extrañarse. En reali-dad, la matanza de Melos fue sólo una de las muchas que llevaron a cabo los atenienses. De ahí el tono «afable» del relato de Tucídides, en contraste con la dureza extrema del episodio. En la Ate-nas clásica, las proezas en la batalla representaban el pináculo de la gloria varonil y se estimulaba a todos los eventuales combatientes a ejercitarse en el arte de la guerra hasta llegar a ser «mejor que los mejores». El propio Aristóteles, a pesar de su creencia en la superioridad explícita de la aristo-cracia, defendía, en la misma línea de otros gigantes del clasicismo, que la prosperidad y supervi-vencia del sistema político ateniense «exigía una disposición a utilizar ... la violencia directa o es-tructural ante cualquier desafío grave a su autoridad» (Summy, 2013, p. 38). La crueldad extrema que caracteriza el episodio de la isla de Melos, y otros parecidos, podría inducir a pensar que este es el ingrediente fundamental de la maldad, pero esta equiparación de maldad y crueldad extrema no sería correcta. Como señalan Quiles et al. en su Capítulo introducto-rio, hay otras muchas formas y manifestaciones de la maldad. En sus propias palabras, hay «otras «maldades» más cercanas a lo cotidiano. Acciones que no salen en los medios de comunicación porque son mucho más modestas en su alcance, «pero que generan también dolor y sufrimiento: rechazo social, ostracismo, descrédito, humillación». Una de estas acciones, protagonizada por la empresa de corretaje Salomon Brothers, y que provocó la ruina de muchos de sus clientes, la describe detalladamente Darley (1996, pp. 36-37), que se basa en la descripción de Lewis (1989), uno de los trabajadores de la empresa en cuestión. Lewis vendió a un cliente un bono siguiendo los consejos de alguien de la empresa que le había dicho que era «un buen bono para vender». Al hundirse la cotización del bono y arrastrar al cliente en su caída, fue cuando Lewis descubrió que, verdaderamente, «era un buen bono para vender». Su libro, que abunda en la descripción de casos similares, deja claro cómo se destruyeron las vidas de muchos clientes en el proceso. El sistema operaba así: de la amplia información privilegiada a disposición de la empresa se desprendía que la cotización de ciertos bonos iba a hundirse. En ese momento, «la empresa traspasaba todos esos bonos a los clientes, para que fuesen ellos los que asumiesen los costes consiguientes, para delicia de la empresa». El libro de Lewis, que abandonó la empresa tras el episodio, recoge igualmente la forma en que se socializaba a los trabajadores. Por ejemplo, se pagaban elevadas comisiones a quienes conse-guían colocar los bonos de inferior calidad a los clientes imprudentes, un hecho que los clientes desconocían (Darley, 1996, pp. 36-37). 2. PAUTAS Muchos episodios similares se relatan en diversos capítulos de este libro. Así, en el Capítulo 7 de Fernández Arregui sobre la humillación, se puede leer: «En España todavía están vigentes espec-táculos cómico-grotescos (como el bombero torero, por ejemplo), cuya base es la comicidad mor-bosa que, para algunos, evocan las personas con acondroplasia, lo cual contribuye a hacer del enanismo un estigma social muy fuerte y altamente extendido en nuestra sociedad». Es fácil ima-ginar los sentimientos experimentados por una persona con acondroplasia cuando interactúa, o se tropieza en la calle, con personas que han acudido a ese espectáculo o han visionado la premiada y laureada película española «Blancanieves», en la que expresamente se busca la comicidad de la figura del bombero-torero. De forma explícita se hace relación a episodios de agresión sexual en el Capítulo 6 de González Méndez: «Para una tercera parte de las adolescentes de todo el mundo, la primera experiencia sexual ha sido forzada ... El 35% de las mujeres han sufrido violencia física y/o sexual, la mayor parte de ellas a manos de sus parejas, y alrededor del 7% ha sufrido agresiones sexuales de al-guien que no era su pareja». También en este caso, más allá de los fríos datos, es fácil imaginar la situación a la que se han enfrentado las víctimas de esas agresiones. Las lógicas diferencias entre estos episodios no pueden ocultar sus aspectos comunes. En el Capítulo 7 Fernández Arregui se refiere al «triángulo de la humillación», que conforman los tres participantes de cualquier acto de humillación: «(i) los humilladores, es decir las personas que in-fringen el menosprecio a la víctima; (ii) la víctima, o la persona que sufre la humillación y (iii) los testigos, que son aquellas personas que observan lo que ocurre». Se trata de un triángulo, que con los necesarios cambios, es aplicable a todos los episodios mencionados en este apartado y el ante-rior (la historia de Caín y Abel, la isla de Melos, el caso de Solomon Brothers, el caso de los bom-beros-torero y el de las agresiones sexuales) y, en principio, puede acoger a más participantes. Es, además, un triángulo singularizado por una característica fundamental: su asimetría, que se manifiesta en las consecuencias a corto y a largo plazo para la víctima y el victimario. Es algo en lo que se insiste en el Capítulo Introductorio, cuando se hace relación a las discrepancias que siempre existirán entre el agente y la víctima», sin olvidar al que podríamos llamar tercero ausente, es decir, «el perceptor que, sin estar implicado directamente, juzga la conducta». También lo advierte Le-yens en el Capítulo 1: «Los perpetradores del daño y las víctimas difieren enormemente en la per-cepción del daño causado». Un pedófilo, que tras pasar varios años en la cárcel, sale para reanu-dar su vida, se va a enfrentar a partir de ahora, sencillamente, a la obligación de acudir a terapia para tratar «su problema». Pero, ¿qué pasa con el sufrimiento de las víctimas, de esas docenas de niños de los que abusó? A él ese dolor ya no le importa, para él no existe, aunque sí existe, porque «en la mayoría de los casos, duró para siempre». Según Leyens, esta asimetría se extiende a la dinámica endo-exogrupo mediante el proceso de moralización. Es, precisamente, por esa duración, por esa permanencia a través del tiempo, por lo que es ne-cesario ahondar en la naturaleza del sufrimiento de la víctima. Bello, en el Capítulo 4, se refiere a esta cuestión, y cita a Lévinas, para quien el sufrimiento es un «dato de conciencia», de la expe-riencia de lo insoportable como dato de conciencia. No es algo meramente cognitivo. Es revulsivo por su carácter de «dolor o sufrimiento inútil» y constituye la experiencia del mal, «es una expe-riencia que desgarra o desestructura la humanidad del afectado». 3. OCULTACIÓN Y VOZ ROBADA La asimetría entre víctima y victimario opera también a largo plazo, porque el victimario, tras realizar la acción que provoca sufrimiento a la víctima, se entrega intensamente a la puesta en práctica de diversos mecanismos de ocultación de dicha acción y sus consecuencias. Eso explica, por ejemplo, que, como se señala en el Capítulo 6 de González Méndez, muchas agresiones se-xuales nunca llegan a conocerse, debido a que las víctimas intentan de ese modo escapar al es-tigma social al que se exponen, o temen, incluso, consecuencias mucho más graves, especial-mente en aquellas culturas o comunidades que tienden a culpabilizar a las víctimas. Muy relacio-nada con lo anterior está la constatación de la extendida creencia en la supuesta inferioridad de las mujeres en moralidad y capacidad intelectual, apuntada por el Capítulo 5 de Ferrer Pérez y Bosch Fiol. El capítulo 2 de Miron y Branscombe aborda esta cuestión en profundidad y analiza el negacio-nismo y lo que cabría llamar ocultación estratégica. El primero está representado por quienes nie-gan hechos comprobados más allá de cualquier duda razonable, ese cerca de 40% de adultos aus-triacos que, en 1991 «dudaban» de la existencia del Holocausto, o ese 25% de la población adulta italiana que afirma que se ha exagerado su gravedad. La ocultación estratégica en el ámbito de las organizaciones ocupa una posición relevante en el trabajo de Darley (1996). Son muchas las orga-nizaciones que dedican buena parte de sus recursos a ocultar los resultados nocivos de su actua-ción (por ejemplo, efectos secundarios de una medicina, o accidentes mortales provocados por un defecto de fabricación de un vehículo). En estos casos, «puede parecer algo ingenuo», señala este autor, «aceptar que las organizaciones sencillamente ‘no sabían’ el daño causado por su producto. Si el producto genera un elevado beneficio a la corporación, cualquiera puede ver la gran ventaja de que la corporación no sepa que el producto es peligroso, cuando de hecho lo sabe perfecta-mente» (Darley, 1996, p. 18). La observación de Darley es una denuncia de una estrategia habitual del victimario para desvincularse de su acción y traspasar a la víctima la responsabilidad de de-mostrar que dicha acción se cometió y que de ella se han derivado consecuencias negativas. El silencio forzado de las víctimas de agresiones sexuales, ya comentado en un párrafo anterior, en-contraría aquí su explicación. Existen, como señalan Miron y Branscombe en el Capítulo 2, otras muchas estrategias a dispo-sición de los victimarios. Entre ellas ocupa un papel importante solicitar más y más evidencia para aceptar que la acción realizada ha producido realmente efectos negativos sobre la víctima, como hacen los estadounidenses blancos al solicitar más evidencia para concluir que la desigualdad sala-rial interracial es injusta. Como habitualmente llegan a la conclusión de que no lo es, no muestran deseos de caminar hacia la integración racial en este aspecto. En el parlamento de los atenienses a los melios del episodio comentado por Summy (2013) se trasluce que la desigualdad (la fuerza de los atenienses frente a la debilidad de los melios) se valora como algo legítimo. No hay, por tanto, malestar psicológico ni sentimiento de culpa en los victimarios. Ocurre también en el modelo pira-midal expuesto en el Capítulo 5 por Ferrer Pérez y Bosch Fiol. Los varones que se adhieren de forma intensa a los valores del patriarcado y que, en consecuencia, aceptan los privilegios asocia-dos a ellos, entre los que se encuentra la legitimidad para ejercer violencia sobre las mujeres que no se ajustan a las expectativas derivadas del mandato de género femenino tradicional, son los más proclives a recorrer los sucesivos escalones de la pirámide hasta llegar a ejercer la violencia. Darley (1996, p. 27) analiza tres costes fundamentales de estas ocultaciones para los victima-rios. El primero es el peligro siempre presente de que resulten contraproducentes, porque la evi-dencia está ahí, es clara, hay muchos testigos y evitar su difusión a través de filtraciones es com-plicado. En segundo lugar, el hecho mismo de la ocultación proporciona evidencia concluyente del carácter malicioso de las acciones. De hecho, la ocultación es una acción maliciosa que se suma a la original. En tercer lugar, la ocultación es, habitualmente, resultado de una fuerte presión, sobre todo para mantener la propia imagen del yo (aunque no se pueden descartar otros motivaciones, digamos, más materiales). Pero lo más importante es que, al ser la ocultación algo consciente y deliberado, significa el inicio del mantenimiento de más acciones del mismo tipo y representa «el punto en el que... este actor organizacional se convierte en mal, se convierte en un perpetrador independiente de más actos negativos, cometidos a partir de ahora ya de manera plenamente consciente» (Darley, 1996, p. 27). Reducir a la víctima al silencio es a lo que se refiere Bello en el Capítulo 4 cuando habla de « la extinción, en el yo, del lenguaje en tanto que expresión, comunicación y memoria como capacidad de dar cuenta de sí mismo a otro y, al hacerlo, construir el relato de su propia identidad». Destruir el lenguaje de la víctima es robarle su voz, es destruir «su capacidad de hacer cosas con palabras». 4. CORRUPCIÓN Y ACOSO LABORAL COMO REPRESALIA (WHISTLEBLOWING) Uno de los casos más significativos de voz robada es el del acoso moral como represalia o whistleblowing, lo que les ocurre a las personas que toman la iniciativa de realizar una denuncia y acaban convertidas en víctimas como represalia del denunciado, convertido, a su vez, en victima-rio. El papel de víctima es, en este tipo de situaciones, sobrevenido, ya que, en principio, a diferen-cia de lo que sucede en casos como los comentados en apartados anteriores, nada en las caracte-rísticas de la persona que hace la denuncia permite presagiar que acabará representando ese pa-pel. El acoso laboral como represalia o whistleblowing, objeto de análisis en el Capítulo 8 de Balduz-zi, es un fenómeno bien conocido en el ámbito de las organizaciones, como ha puesto de mani-fiesto, entre otros autores, Darley (1996). Vale la pena recoger dos de los numerosos casos a los que se refiere en su trabajo: el de los ingenieros que denunciaron que los anillos del Challenger eran inseguros, y el del ingeniero que trabajaba para la Corporación de Servicios Nucleares y presentó un informe a un Comité del Congreso de los Estados Unidos en el que detallaba deficiencias de ingeniería en los sistemas de energía nuclear que entonces se comercializaban. Poco después de las denuncias del primero ocurrió el accidente del Challenger, mientras que a las denuncias del segundo siguió el de la Isla de las Tres Millas. Pero, como señala Darley (1996, p. 34), a los whistleblowers se los despide o se les acosa, y eso fue lo que sucedió en ambos casos. Las denuncias de corrupción en los países latinoamericanos y en los del sur de Europa suelen dirigirse contra prácticas en las que lo público se pone al servicio de objetivos particulares de per-sonas o de grupos, lo que debilita el sistema democrático y pervierte el funcionamiento del estado de derecho. ¿Qué le suele suceder al ciudadano que denuncia una situación de corrupción? En general, la respuesta es el acoso moral como represalia, con el que se persigue, y se consigue, «escarmentar al denunciante». Ahora bien, tras este efecto vienen otros que empeoran la situación de la víctima: lejos de sentir simpatía hacia quien ha efectuado la denuncia, las personas que son conscientes de la existencia de la corrupción y sufren sus consecuencias, pero no han dado el pa-so de denunciarlas, se suman de forma activa al acoso. Como señala Balduzzi en el Capítulo 8, la inversión que se produce en la valoración de la per-sona del denunciante antes y después de su denuncia es una característica definitoria del whistle-blowing. La desacreditación y denigración del denunciante se producen sólo tras la denuncia, se construyen a posteriori. En virtud de prácticas de re-significación semántica, esa persona que ini-cialmente todos consideraban respetable y competente, inteligente y equilibrada, pasa a ser alguien «de trato difícil», con problemas de carácter o de personalidad. Se fortalece, de esta forma, el sta-tus del victimario patrono de la corrupción y, de paso, se dota de legalidad y moralidad a los actos corruptos que patrocina. También hay beneficios para los que renunciaron a denunciar y se sumaron posteriormente al acoso. Su connivencia con la corrupción, su tolerancia de las prácticas corruptas, acaba por con-solidar el sistema y le «otorga un carácter de perennidad». Ahora esas prácticas parecen naturales, como si siempre hubieran estado ahí. Ya nadie se atreverá a decir que son corruptas, y mucho menos quienes se benefician de ellas. En la medida en que las represalias ejercidas sobre el de-nunciante por los denunciados y los no-denunciantes lo convierten en víctima y le roban su voz, resulta posible considerar el «whistleblowing» como una especie de epítome de la psicología de la maldad. 5. ANÁLISIS MACROSOCIETALES La autocensura, practicada en el ámbito estatal, tal como se analiza en el Capítulo 3 de Bar-Tal, muestra que la psicología de la maldad es aplicable a la esfera societal o macro. Así lo demuestra la colaboración del régimen nazi con IBM, gracias a cuya tecnología de tarjeta perforada y clasifi-cador pudieron los nazis «identificar, clasificar y cuantificar la población y separar a los judíos de los arios» (Mandell, 2012, p. 47). A pesar de que hacer negocios con Alemania estaba prohibido por una ley entonces vigente en Estados Unidos, el presidente de IBM, Thomas John Watson, Sr., a través de Dehomag, su compañía subsidiaria en Alemania, concedió la licencia. Sin ningún compe-tidor en el mercado capaz de aportar una tecnología semejante, hubiera sido muy difícil para los nazis llevar a cabo el Holocausto de la forma tan eficiente en que lo hicieron. Hitler reconoció el mérito de Watson y le impuso la Cruz al Mérito del Águila alemana con Estrella, la segunda medalla más prestigiosa en la Alemania nazi. Los dos capítulos finales del libro, el Capítulo 9 de Fuster y el 10 de García Beaudoux y D’Adamo se ocupan del papel de los medios de comunicación, componentes igualmente de la es-fera societal o macro. Con respecto al SIDA, los medios de comunicación se caracterizaron por facilitar noticias que mostraban la degradación física producida por esta enfermedad, a sabiendas que los datos científicos no justificaban que dichas noticias fuesen representativas de la auténtica realidad de la enfermedad. García Beaudoux y D’Adamo en el Capítulo 10 exploran a fondo la forma en que la televisión contribuye a que personas de grupos estigmatizados se conviertan en objeto de burla. También el cine lo hace. Suaviza de forma capciosa esos estigmas, al mostrar a las personas que los sufren como personas «felices». De forma parecida a lo que hacía Tucídides al describir «afablemente» las matanzas cometidas por los atenienses, la televisión vehicula historias «ridículas» como si fue-sen «normales» para ese grupo. 6. LAS INSTITUCIONES Y EL «ROSTRO» DEL OTRO Dos ideas extraídas de dos capítulos del libro servirán como broche de este prefacio. La primera hace hincapié en la necesidad de otro tipo de ética, una ética igualitaria, ausente todavía en mu-chos contextos sociales, en los que no se respetan ni tienen en cuenta los Derechos Humanos. En esos contextos la ética que predomina es la de escala vertical del valor humano, que, como es fácil comprender, presupone que ciertas personas o grupos tienen más valor humano que otros, como sucedía en la Edad Media europea. Esta idea se analiza en profundidad en el Capítulo 7 de Fer-nández Arregui. La segunda idea de gran calado procede del Capítulo 4 de Bello: «El otro precede al yo, ya que siempre está ahí y el yo no puede hacer nada por impedirlo: si el yo elimina al otro que le molesta, siempre quedarán otros otros para interpelarle por su responsabilidad». Se deduciría de esta cita que en la conciencia de la ciudadanía y en la percepción de uno mismo y los demás como seres vulnerables se debería grabar la decisión de preocuparse de los ciudadanos, de cuidar de ellos. Así se evitaría caer en lo que Leal Rubio (2009, p. 167) denomina la «trampa trágica», esa situación, desgraciadamente bastante frecuente, en la que los ciudadanos se ven expuestos por necesidad a depender de instituciones que los maltratan sin tener en cuenta su desvalimiento. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS Bandura, A. (1999). Moral disengagement in the perpetration of inhumanities. Personality and So-cial Psychology Review, 3, 193-209. Baumeister, R.F. (1997). Evil: Inside human violence and cruelty. Nueva York: Freeman. Darley, J.M. (1992). Social organization for the production of evil. Psychological Inquiry, 3, 199–218. Darley, J.M., (1996) How Organizations Socialize Individuals into Evildoing. En D.M. Messick y A.E.Tenbrunsel (Eds.), Codes of Conduct. Behavior Research into business ethics (pp. 13-43), Nueva York: Russel Sage Foundation Leal Rubio, J., (2009), Violencia, maltrato y sufrimiento en las instituciones. En I. Markez Alonso, A. Fernández Liria y Pau Pérez Sales (Coords,), Violencia y salud mental: Salud mental y violen-cias institucional, estructural, social y colectiva (pp. 159-170), Madrid: Asociación Española de Neuropsiquiatría Lewis, M., (1989), Liar’s Poker: Rising Through the Wreckage on Wall Street, Nueva York: Norton Mandel, D. R. (2012). On the psychology of evil in interpersonal and corporate contexts. En C. Jurkiewicz (Ed.) The foundations of organizational evil (pp. 87-102). Armonk: M.E. Sharpe. Milgram, S. (1974). Obedience to authority: An experimental view. Nueva York: Harper & Row. Staub, E. (1989). The roots of evil: The origins of genocide and other group violence. Nueva York: Cambridge University Press. Summy, R., (2013) Changing the power paradigm. En J.O. Pim (Ed.), Nonkilling security and the State (pp. 35-65), Honolulu: Center fon Global Nonkilling Zimbardo, P.G. (2004). A situationist perspective on the psychology of evil: Understanding how good people are transformed into perpetrators. En A.G. Miller (Ed.), The social psychology of good and evil (pp. 102-123). Nueva York: The Guilford Press J. Francisco Morales