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ROCIO WANNINKHOF
Es sábado. El último loco repartidor corre hacia la puerta. Le esperan sus amigos en el pub para jugar unas partidas de dardos y beber treso cuatro pintas de cerveza. Saluda a la española con un gesto. Hacemeses que trabaja en la empresa de transporte pero no se han dirigidomás de cinco palabras seguidas. Al repartidor le resulta huraña y poco social, siempre tan seria y mirando como si no viera. Alguien dijouna vez que había huido de su país por problemas con la justicia, pero él no lo cree. No tiene esa pinta. Al salir a la calle ya se haolvidado de ella.
Dolores anota los últimos cambios en elhorario de los repartidores y cierra la carpeta. Comprueba el reloj:las seis en punto, y reclina la espalda sobre el asiento. Estácansada, eternamente cansada. Tal vez cansada desde hace años. Hoyademás es un mal día. Es nueve de octubre. Suspira bajo el peso de lamemoria con la única compañía de su bolso, al que se aferra como a untalismán. Dentro esconde una pequeña libreta con pa