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TEMBLOR ESENCIAL
Empecé a escribir poesía con 16 años en el instituto, mientras mi cuerpo estaba encerrado entre las paredes del aula, pero nada podía contener a mi mente. La mitad de mis versos están escritos en medio de la tormenta de resacas punitivas, entre sudores y penitencia, entre delirios de la química, acordes de rocanrol y arrepentimiento. Porque como decía mi padre, la mayor creatividad se encuentra en la frontera del caos. A mi padre, además de esa frase y de haberme hecho del Valencia, con todo lo que ello conlleva, también le debo que, junto a mi madre, me legaran el amor a la poesía. En el tocadiscos de casa nunca dejaban de girar los discos de cantautores de la Nova Cançó y, sobre todo, el que más me cautivaba era Paco Ibáñez. Mi hermana, la también escritora Mireia Corachán y yo, crecimos soñando un mundo al revés donde los lobos eran buenos, los piratas honrados y las brujas hermosas. Y cada vez que nos poníamos tristes mamá nos cantaba aquello de: «la vida es bella y ya verás como a pesar de los pesares, tendrás amigos, tendrás amor». Por eso, entre derrotas del Valencia y putadas del karma, a veces, la única terapia posible es coger un boli e intentar darle forma a todo lo que sangra mi alma.