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UN SACERDOTE ENTRE DOS MUNDOS
El 9 de noviembre de 2003 recibí el sacramento del Orden en Bangassou, en la República Centroafricana. Pocos años antes había tenido que dejar mi país, Ruanda, durante el genocidio. Tras estudiar en el seminario de Bangui y en el de San Dámaso, en Madrid, ahora volvía a África para saldar la deuda que sentía que tenía con ese continente. Así fue como me nombraron párroco de Bakouma, una región tan grande como Ruanda pero mucho más despoblada. Enseguida me convertí en un cura multifunción: fui juez, mediador familiar, conductor, banquero, constructor, arquitecto, ingeniero, fontanero, mecánico, farmacéutico, y todo lo que hiciera falta. No hacía más que seguir la pauta de uno de mis maestros, que decía que los sacerdotes son generalistas en todos los campos: hacen cosas especiales donde no hay especialistas. Y yo, que me había propuesto dedicarme tanto a la evangelización como al desarrollo, no podía concebir mi vida sacerdotal sin elevar a los débiles al esplendor del Dios eterno, llevando alivio a mis hermanos africanos. Creo que mis mejores años de sacerdocio los pasé en los rincones perdidos de la selva, lejos de todo, pero cerca de la gente humilde y pobre. Dios me acompañó siempre. Estaba conmigo cuando me quedaba atrapado en el barro con la moto o durante los pinchazos de la camioneta, bajo la lluvia o durante mis encuentros con animales peligrosos. El Señor siempre me protegió ante las amenazas y el universo de raras creencias, englobadas en un complejo sincretismo. Allí, en esas latitudes donde la vida humana es un constante ir y venir entre dos mundos, el visible y el invisible, pude hablar de Jesucristo en lugares donde nunca nadie había oído hablar de Él.